La
muerte llegó temprano, uno querría que la vida se prolongase un
poco, que no fuese todavía. Que no pasase esto de perder una persona
y con ella su experiencia, su oficio, su estilo, su universo (si lo
hay,
Estrázulas lo tenía).
Por supuesto; es triste la muerte, porque la vida es buena. La
muerte, además, en el marco de nuestro entendimiento, es el primer paso hacia el olvido. Podríamos,
en esta ocasión, decir: la
literatura no tiene final y representa la eternidad humana del
recuerdo.
¿Quién podría olvidar Pepe Corvina?
¿Quién podría olvidar a Estrázulas? Extrañamente muchos.
Podríamos
hablar de Pepe Corvina. Decir
que la gran novela latinoamericana del mar no debiera ser olvidable.
Y no habla del mar de los que llegan, ni de los puertos llenos, ni de
mezclas. Habla del mar de los que se van. Acaso, de aquellos
que, todavía quedándose, están idos. Se
van de una Montevideo con un río (mar) marrón y nuestro que busca
otro mar y busca un paraíso, cuyo mapa es una lata oxidada. ¿Qué
simboliza ese mar camino al paraíso? ¿Ese mar lejos de migrantes y
ciudades; cercano al sueño, al delirio, la locura? ¿Ese mar
destinado al naufragio? Ese mar nuestro, cuyo movimiento impredecible
arroja locos en un manicomio. La mejor manera de recordar es buscar respuestas.
Podríamos
hablar de su universo. Mostrar, como si fuese un mapa, las señales
de su escritura. Hablar de lo evanescente, por ejemplo, lo que se
desvanece o evapora, el sentimiento triste de la nostalgia. O
recordar la precisión con que pintaba personajes, su gusto por lo
femenino, su manejo del erotismo, el ritmo fluido de su escritura, la
tristeza ósea de su poesía, la originalidad de su ensayo, su
búsqueda en el teatro, la envergadura de su reflexión vital,
su desprecio al intelectual vacío. Podríamos mostrar su universo,
sostenerlo entre las manos: la infancia, el mar y el viento, las
casas, el óxido, la garúa, los locos, bichicomes, el roer del
tiempo hasta los huesos,
el
amor, las mujeres y los hombres, Montevideo. Pero no lo haremos, no
haremos un mapa de su obra, La mejor
manera de recordar es caminar el territorio.
Podríamos
escribir su vida, escribir sobre etapas, sobre idas y venidas,
amigos, mujeres, fragmentaciones, hija. Su escritura en El Día, El País, en Jaque, el tango y el alcohol. La amistad y la
belleza que lo llevan a volar una madrugada torrencial para escuchar
Adagio
en mi país que
Zitarrosa, por primera vez emocionado ante su obra, deseaba hacerle
oír. Podríamos hablar de sus imitaciones a Borges, a Rulfo, a
Cortázar, a
Vargas Llosa, hechas con
humor y, sobre todo, con capacidades extremas de observación y
desdoblamiento. Podríamos hablar de su amistad con grandes
escritores que, siendo mucho mayores que él, lo reconocieron: Rulfo,
Cortázar, Onetti. Onetti fue su amigo desde que un Estrázulas
joven, para visitarlo, saltaba en la calle Bonpland el muro de su casa. Estrázulas encarnaba una época montevideana
lentamente oxidada, todo
es chatarra Onetti,
confía uno de sus versos. La mejor manera de recordar es ubicarlo
entre sus pares.
Podríamos
decir su infancia salitrosa
y
manchada
de
gaviotas,
la pronta muerte de su madre y la de su padre. Sus tíos, su casa,
las personas que la habitaban.
Aquella casa de familia extendida poblada de voces, personas,
silencios. Tenía, como buena casa, rincones y un sitio donde estar
solo, secreto. Un jardín, la inmensidad del cielo y cerca, ahí,
afuera, un barrio apasionante con veredas y mar, soles, sombras.
Gente, chalanas, pescadores y un cuadro llamado Defensor. Hoy todo
eso es óxido, porque pasaba el tiempo. Y en ese pasar hubo un irse,
por supuesto, andar por el mundo, ser embajador, agregado cultural en
tierras extrañas, hablar otras lenguas. Pero siempre estuvo
Montevideo. Y el óxido seguía midiendo los tiempos y aparecían
nuevas cosas, lugares, personas. Seguía viviéndose la vida y hoy
toda la vida es pasado. El pasado es inaccesible, no se revive, no se
vuelve
a la chalana de los primeros años. La mejor manera de recordar es
saber que el tiempo todo lo mancha.
Podríamos
hablar del entierro. La muerte siempre llega temprano y hay distintas
maneras de acusar el hecho. Un primo suyo (el Ciruja) canta un tango,
su voz en el silencio del cementerio oscila, emocionada y bella se
alza brevemente, apenas vuela y ya está cayendo. El silencio es una
piedra. Algunos
rezan un
padrenuestro.
Alguien pide la palabra y dice una frase: Estamos
enterrando a un poeta de la patria de
manera
muy discreta y eso es muy importante. Sigue
pesando el silencio. Hay un llanto que empaña lentes negros, hay
acompañarse los unos a los otros,
saber
que pasa el tiempo, que Estrázulas está muerto, que
se cumplió su marcha
hacia
lo
quieto
y que la muerte siempre está al acecho. Hay mosquitos, hay sol, un
sol evanescente. Está la luz del otoño, luz que viene después.
Ahora es después. Ahora ya pasó el último día. Ya nunca habrá
quien tenga su moneda, su cuota de talento, y ya nunca sabremos cómo
hubiese sido. La mejor manera de recordar es saber que nadie, ni
siquiera él mismo, podrá hacer lo que ya no hizo.
Podríamos
hablar del cementerio. De su blanca y solitaria belleza. De sus
árboles. Hay silencio. Hay muros altos, pero, allí cerca está el
mar. Y hay ahora un edificio, dos edificios nuevos que van cercenando
el cielo, lo vuelven más pequeño y restan eternidad,
restan azul y luz. Restan espacio de fuga. Así es la vida, oxida,
hormiguea. Pero el mar está cercano y en su orilla queda un corazón
ferrugiento. Ese día fue el lunes
7
de marzo del año 2016. No sabemos qué esperanza guardaba ese
corazón,
reloj
detenido.
Se
detuvo.
Ya nunca lo sabremos. Murió. Murió
Enrique Estrázulas. En su tumba siempre habrá garúa. La mejor
manera de recordar es saber que, también siempre, al
abrir uno de sus libros Montevideo nos mojará las manos.
Rosana Malaneschii
Rosana Malaneschii