domingo, 13 de marzo de 2016

Murió Enrique Estrázulas

La muerte llegó temprano, uno querría que la vida se prolongase un poco, que no fuese todavía. Que no pasase esto de perder una persona y con ella su experiencia, su oficio, su estilo, su universo (si lo hay, Estrázulas lo tenía). Por supuesto; es triste la muerte, porque la vida es buena. La muerte, además, en el marco de nuestro entendimiento, es el primer paso hacia el olvido. Podríamos, en esta ocasión, decir: la literatura no tiene final y representa la eternidad humana del recuerdo. ¿Quién podría olvidar Pepe Corvina? ¿Quién podría olvidar a Estrázulas? Extrañamente muchos.

Podríamos hablar de Pepe Corvina. Decir que la gran novela latinoamericana del mar no debiera ser olvidable. Y no habla del mar de los que llegan, ni de los puertos llenos, ni de mezclas. Habla del mar de los que se van. Acaso, de aquellos que, todavía quedándose, están idos. Se van de una Montevideo con un río (mar) marrón y nuestro que busca otro mar y busca un paraíso, cuyo mapa es una lata oxidada. ¿Qué simboliza ese mar camino al paraíso? ¿Ese mar lejos de migrantes y ciudades; cercano al sueño, al delirio, la locura? ¿Ese mar destinado al naufragio? Ese mar nuestro, cuyo movimiento impredecible arroja locos en un manicomio. La mejor manera de recordar es buscar respuestas.

Podríamos hablar de su universo. Mostrar, como si fuese un mapa, las señales de su escritura. Hablar de lo evanescente, por ejemplo, lo que se desvanece o evapora, el sentimiento triste de la nostalgia. O recordar la precisión con que pintaba personajes, su gusto por lo femenino, su manejo del erotismo, el ritmo fluido de su escritura, la tristeza ósea de su poesía, la originalidad de su ensayo, su búsqueda en el teatro, la envergadura de su reflexión vital, su desprecio al intelectual vacío. Podríamos mostrar su universo, sostenerlo entre las manos: la infancia, el mar y el viento, las casas, el óxido, la garúa, los locos, bichicomes, el roer del tiempo hasta los huesos, el amor, las mujeres y los hombres, Montevideo. Pero no lo haremos, no haremos un mapa de su obra, La mejor manera de recordar es caminar el territorio.

Podríamos escribir su vida, escribir sobre etapas, sobre idas y venidas, amigos, mujeres, fragmentaciones, hija. Su escritura en El Día, El País, en Jaque, el tango y el alcohol. La amistad y la belleza que lo llevan a volar una madrugada torrencial para escuchar Adagio en mi país que Zitarrosa, por primera vez emocionado ante su obra, deseaba hacerle oír. Podríamos hablar de sus imitaciones a Borges, a Rulfo, a Cortázar, a Vargas Llosa, hechas con humor y, sobre todo, con capacidades extremas de observación y desdoblamiento. Podríamos hablar de su amistad con grandes escritores que, siendo mucho mayores que él, lo reconocieron: Rulfo, Cortázar, Onetti. Onetti fue su amigo desde que un Estrázulas joven, para visitarlo, saltaba en la calle Bonpland el muro de su casa. Estrázulas encarnaba una época montevideana lentamente oxidada, todo es chatarra Onetti, confía uno de sus versos. La mejor manera de recordar es ubicarlo entre sus pares.

Podríamos decir su infancia salitrosa y manchada de gaviotas, la pronta muerte de su madre y la de su padre. Sus tíos, su casa, las personas que la habitaban. Aquella casa de familia extendida poblada de voces, personas, silencios. Tenía, como buena casa, rincones y un sitio donde estar solo, secreto. Un jardín, la inmensidad del cielo y cerca, ahí, afuera, un barrio apasionante con veredas y mar, soles, sombras. Gente, chalanas, pescadores y un cuadro llamado Defensor. Hoy todo eso es óxido, porque pasaba el tiempo. Y en ese pasar hubo un irse, por supuesto, andar por el mundo, ser embajador, agregado cultural en tierras extrañas, hablar otras lenguas. Pero siempre estuvo Montevideo. Y el óxido seguía midiendo los tiempos y aparecían nuevas cosas, lugares, personas. Seguía viviéndose la vida y hoy toda la vida es pasado. El pasado es inaccesible, no se revive, no se vuelve a la chalana de los primeros años. La mejor manera de recordar es saber que el tiempo todo lo mancha.

Podríamos hablar del entierro. La muerte siempre llega temprano y hay distintas maneras de acusar el hecho. Un primo suyo (el Ciruja) canta un tango, su voz en el silencio del cementerio oscila, emocionada y bella se alza brevemente, apenas vuela y ya está cayendo. El silencio es una piedra. Algunos rezan un padrenuestro. Alguien pide la palabra y dice una frase: Estamos enterrando a un poeta de la patria de manera muy discreta y eso es muy importante. Sigue pesando el silencio. Hay un llanto que empaña lentes negros, hay acompañarse los unos a los otros, saber que pasa el tiempo, que Estrázulas está muerto, que se cumplió su marcha hacia lo quieto y que la muerte siempre está al acecho. Hay mosquitos, hay sol, un sol evanescente. Está la luz del otoño, luz que viene después. Ahora es después. Ahora ya pasó el último día. Ya nunca habrá quien tenga su moneda, su cuota de talento, y ya nunca sabremos cómo hubiese sido. La mejor manera de recordar es saber que nadie, ni siquiera él mismo, podrá hacer lo que ya no hizo.

Podríamos hablar del cementerio. De su blanca y solitaria belleza. De sus árboles. Hay silencio. Hay muros altos, pero, allí cerca está el mar. Y hay ahora un edificio, dos edificios nuevos que van cercenando el cielo, lo vuelven más pequeño y restan eternidad, restan azul y luz. Restan espacio de fuga. Así es la vida, oxida, hormiguea. Pero el mar está cercano y en su orilla queda un corazón ferrugiento. Ese día fue el lunes 7 de marzo del año 2016. No sabemos qué esperanza guardaba ese corazón, reloj detenido. Se detuvo. Ya nunca lo sabremos. Murió. Murió Enrique Estrázulas. En su tumba siempre habrá garúa. La mejor manera de recordar es saber que, también siempre, al abrir uno de sus libros Montevideo nos mojará las manos.
Rosana Malaneschii